Aunque se veía descuidada, con el pasto crecido y la fachada descolorida, la casa no estaba deshabitada.
Me di cuenta a los tres días, en la noche, mientras preparaba café en la estufa. Estaba distraído, escuchando el silbido del viento, pensando en comprar un tanque de gas y un foco.
Me quemé la lengua y el tiempo se detuvo.
Las vi recorrer la sala de incognito, como los deseos que se dicen entre dientes, solas, distanciadas por abismos de losetas. Escondiendo la cara para que nadie las vea.
Sabían que las estaba mirando, redoblaron sus pasos y se cubrieron con ese manto que llevan a todos lados.
No sé, de pronto no me sentí tan solo.
Una se metió por debajo de la puerta, la vi desde que salió debajo del sillón, otra fue de la mesita al baño y esta que está en mi mano, intenta escapar.
Me recuerdas a alguien, le dije mientras intentaba frenar su huida con dos dedos, se hizo bolita, como nos hacemos todos cuando estamos acorralados.
La dejé ir.