Tenía más de ciento cincuenta mil kilómetros recorridos antes de que yo comenzara a manejarlo.
Le sonaba todo excepto la radio, un hueco indicaba su sitio en el tablero así que viajábamos en silencio.
El radiador fallaba, falló muchas veces, a veces las mangueras o la bomba de agua. Teníamos que detenernos para que el auto se enfriara solo y seguíamos.
Podía pasar todo el día manejando, en periodos de treinta minutos.
Falló la bomba de gasolina, el generador, las rótulas, pero lo que más me molestaba era que fallaran los elevadores de los vidrios. No eran eléctricos claro, era un Tsuru. Tenías que girar las manivelas de plástico para bajar o subir los vidrios y esas manivelas tendían a liberarse de su sitio.
Las primeras veces las remplacé por otras nuevas, después por otras nuevas que eran chinas. Un día de lluvia fallaron, tomé las pinzas de presión y resolví el problema aprisionando el engrane con las pinzas.
Viajé más tiempo del que recuerdo sin radio y con una llave de presión por manija, que por cierto no falló, pero destruyó los dientes del engrane.
Ese Tsuru y yo teníamos mucho en común, estábamos tan concentrados en llegar de un punto a otro y en disfrutar del paisaje que no nos importaban nuestras limitaciones.